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«Cinco Voces», de Rafael Moriel


Portada del libro «Cinco Voces», de Rafael Moriel «Cinco Voces» es un libro editado en papel, compuesto por trabajos literarios de cinco autores vitorianos, colaboradores habituales de «La Botica, revista literaria».

«Cinco Voces» incluye veinte originales microcuentos que escribí entre los años 1998 y 1999, que dentro del género literario al que pertenecen, suponen el equivalente al preludio para piano en la música. El libro aglutina trabajos literarios de cuatro autores más, en los géneros de relato, poesía, carta y cuento.

En el terreno personal, «Cinco Voces» reune una serie de microcuentos que en su día despertaron el interés de un editor, que me habló de publicarlos. Sin embargo, su proposición hirió mi orgullo, puesto que en aquella época estaba más interesado en mis relatos largos, que lamentablemente no calaron finalmente. Corría el año 1999 y yo trabajaba por las noches en una planta de producción. Permanecía atento, acaso como una esponja, absorviendo la esencia de todos aquellos personajes de la fábrica. Dormía apenas cuatro horas y en tan sólo un par de meses y sin darme cuenta había escrito suficientes microcuentos como para completar un libro.















Género: narrativa. 20 microcuentos.
Descripción: colección de 20 microcuentos cargados audaces y rápidos, al más puro estilo de los preludios para piano.
Nº Páginas: 118
Formato del libro: papel, 140 x 210 mm
Dedicatoria del autor: incluida, gratis y personalizada
Modalidad de Pago: Paypal o transferencia bancaria
Información complementaria: tras realizar el pago, para recibir el libro es necesario indicar la dirección de correo postal a través de correo electrónico, accesible desde la página «Contacto»

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Precio: 5 €
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Selección de Textos

La Exposición

Estábamos preparando una exposición de relatos, ilustrados con acuarelas, y nos sentamos a tomar un vino en una cafetería donde hacían exposiciones. El tipo que regentaba el negocio mostró una buena disposición. Aunque claro, resulta difícil lo de exponer cuadernillos ilustrados... No es como los cuadros, cuatro escarpias y los cuelgas por ahí.

—Hay muchos artistas —nos dijo—. Levantas una tapa y te salen cuatrocientos.

Y luego, a la salida del bar, había una lata de refresco vacía en la calle y le propiné una patada.
Salieron cuatrocientos artistas.

—¡Eh... Estamos aquí! —dijeron ellos.
—Perdón —me disculpé.

La Rosca

El otro día me encontré con Eduardo. Me habían dicho que era tan inteligente que se pasó de rosca, pero yo no alcanzaba a imaginarlo. Por eso, en cuanto lo vi, lo recorrí de arriba a abajo con los ojos. Él me hablaba y yo asentía:

— Sí... sí... —asentía yo, buscando el tornillo.

Entonces lo vi. De su oreja derecha, de entre el cartílago, sobresalía el tornillo. Dos centímetros de diámetro y pasado de rosca, tal y como se decía.

—Bueno, hasta luego... —me despedí. Y después estuve pensando largo rato sobre lo que había visto.


El Tren

Consulté mi reloj. Fue un golpe de vista.

Se detuvo lentamente. Abrió sus puertas y apenas una decena de personas se apearon, equipajes en mano. Otros tantos se apresuraron a subir. Introduje mis manos en los bolsos del abrigo, resoplando. El frío hizo de mi aliento un chorrete de vapor. Si la máquina del tren fuese antigua, todo esto estaría lleno de humo, pensé.

¿Será éste el mío? —me pregunté, arrugando la nariz. Entonces, anunciaron su marcha por megafonía y tras un pitido, arrancó lentamente.

Todos los trenes parecían semejantes. Llevaba treinta y dos años aguardando uno. ¿Acaso sería diferente?
Lo miré alejarse, encogiendo mis hombros.

Consulté mi reloj. Sus agujas se movían.


No son Diez Mandamientos (Nº 8)

Evaristo Pérez, operario. Tres décadas de fidelidad y su expediente sobre la mesa. El gordo -el gerente-, realizando un estudio de calidad y mejora continua. Evaristo es su hombre: trabajador, efectivo, “en boca cerrada no entran moscas”.

Un despacho, una bonita secretaria, minifalda, efluvios del campo, una mesa y dos sillas. Cumplidos, un saludo.

—Verá usted, Evaristo. Deseo conocer, entre otras cosas, la opinión del personal en la empresa, para realizar toda posible mejora. Recurro a usted, puesto que conozco su trabajo bien realizado y su discreción. Me consta que nunca hemos hablado; es usted un operario eficaz, un elemento muy interesante para esta empresa... Primera pregunta:

—¿Qué opina usted de mí y de la empresa?

—Pues mire, ya que me pregunta, le responderé. Efectivamente, es la primera vez que abro la boca en treinta años. Nunca se me preguntó nada. Mi respuesta es: es usted un sinvergüenza, y su empresa es una casa de putas; un refugio de ladrones y oportunistas.

(Fantasiestucke para clarinete y piano, Op. 73. Rasch und mit Feuer. R.S.)


Dos Soldados

Dos soldados enemigos se encuentran frente a frente, entre las ruinas de un edificio. Cara a cara se enfrentan, se apuntan uno a otro con sendos fusiles:

El primer soldado sujeta tembloroso el arma. Una gota de sudor le recorre la mejilla; su párpado izquierdo se contrae en tics.

El segundo soldado observa tranquilo, cauteloso. Su arma no tiembla.
Así, transcurre un tortuoso minuto, ante la duda de quién será el primero en apretar el gatillo.

—¡No soy un asesino! —grita el primer soldado, alzando su arma.

—¡Menos mal! —exclama el segundo soldado—, estaba descargada.


El Bestia y la Bella

Si El Bestia no fuese como un saco de patatas con el rostro acribillado. Si El Bestia conservara una perfecta dentadura alineada en lugar de un par de colmillos apestando a cloaca. Si El Bestia no exudara, ni el olor de su ropa resultase nauseabundo, si El Bestia no tuviera tres dedos a pedazos en su mano derecha.

Si El Bestia fuese aquel esbelto y hermoso poeta que un día entró en la fábrica... Si así fuera entonces, La Bella leería sus poemas, respondería a su saludo cada tarde a eso de las cinco. Entonces, El Bestia lamería cada noche la miel de sus senos, palpando el húmedo sexo de su amante.

Como no es así, El Bestia sueña apoyado sobre su máquina, saludando y guiñando el ojo, sin respuesta alguna de la única cosa hermosa que hay en la fábrica: «la señora de la limpieza».



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Imagen del autor: Rafael Moriel

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